Venezuela, frente a una nueva coyuntura crítica

Habiendo cumplido un cuarto de siglo en el poder, y con la inminencia de definir tanto el calendario electoral como las reglas que regirán las elecciones presidenciales de este año, el gobierno de Nicolás Maduro se enfrenta a una disyuntiva peculiar: ignorar las presiones internacionales y los acuerdos de Barbados, promoviendo comicios que aseguren la continuidad del régimen, pero no cumplan con los requisitos mínimos como para considerar que el país avanza hacia su efectiva democratización, o generar un conjunto de mecanismos de control que otorguen credibilidad al proceso y permitan que Venezuela ingrese en una transición a la democracia, esos inciertos y trabados recorridos que otros países de la región realizaron hace ya cuatro décadas.

La primera alternativa generaría una nueva ola de sanciones económicas, en especial de Estados Unidos y sus aliados, con el impacto distributivo que tendría fundamentalmente en los sectores más vulnerables de su ya empobrecida población. La experiencia comparada sugiere que esta clase de sanciones tienen escaso o nulo impacto en el sentido de debilitar a los regímenes autoritarios. Más: en muchos casos justifican medidas de excepción que, en la práctica, refuerzan los mecanismos de control interno más represivos y violentos. Estados Unidos no puede ignorar un incumplimiento tan expreso de los acuerdos alcanzados con la oposición luego de fatigosas negociaciones, ni un nuevo desafío a su credibilidad, aunque esto perjudique los intereses de sus propias empresas, sobre todo petroleras.

La segunda alternativa no solo evitaría dichos castigos, sino que permitiría al país continuar con sus esfuerzos de estabilización económica, luego de la larga y perniciosa etapa de hiperinflación, mientras construye una dinámica de convivencia democrática entre el chavismo y la oposición. Esto requiere la definición de un umbral mínimo de institucionalidad electoral para que los comicios de este año puedan ser reconocidos tanto por los principales actores domésticos como por la comunidad internacional como un “primer paso” razonable y constructivo, aunque no se trate de elecciones totalmente “libres y justas”.

Esto requiere un grado no menor de pragmatismo, flexibilidad y capacidad de tomar riesgos por parte de todos los participantes de este proceso, en particular de los líderes contrarios al oficialismo. Uno de los principales obstáculos es que la principal figura opositora, María Corina Machado, que arrasó en las internas de finales de octubre pasado, fue inhabilitada por el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela el 26 de enero para ejercer cargos públicos por quince años. Según distintos sondeos de opinión pública, Machado goza de una gran popularidad y podría imponerse ante una eventual candidatura del actual mandatario, quien, en un nuevo aniversario del golpe de Estado que Hugo Chávez Frías lideró en 1992 contra Carlos Andrés Pérez, acaba de afirmar: “El pueblo se impondrá, por las buenas o por las malas”. En otras palabras, la única manera de que haya elecciones es que se garantice la continuidad del actual régimen.

Esto no debe interpretarse de forma literal, sino en el contexto de esta especial coyuntura en la que deben definirse de manera inminente las reglas del juego para la votación de 2024. Pero pone de manifiesto que el régimen chavista llega a esta instancia en una relativa situación de fuerza como para imponer algunos elementos en esa negociación. O, al menos, se ve a sí mismo de ese modo. Habiendo superado contextos de mucho mayor aislamiento internacional, en medio de una situación económica más caótica e incierta y con amenazas internas, regionales y globales mucho más significativas, el actual entorno es comparativamente menos complejo. Podría argumentarse lo contrario, pues los riesgos personales y familiares del propio Nicolás Maduro podrían escalar en el caso de que Venezuela no avance en su democratización (recuérdese el avance en las investigaciones de vínculos con el narcotráfico que los involucran). Sin embargo, esos peligros no desaparecerían en el caso de que Maduro y su gobierno accedieran a definir un conjunto de reglas electorales aceptables para la oposición.

En este sentido, la experiencia de Augusto Pinochet constituye un antecedente particularmente relevante. En efecto, un caso considerado muy exitoso de democratización como el chileno, con un gobierno militar que impuso estrictos condicionamientos para habilitar la transición (los famosos “bolsones” o “enclaves autoritarios” que identificó Manuel Antonio Garretón), incluyendo la designación perpetua de senador nacional para el propio dictador (para gozar de los privilegios de ese cargo en términos de inmunidad frente a potenciales investigaciones de violaciones de los derechos humanos). Sin embargo, el exdictador chileno no pudo evitar las consecuencias de una investigación internacional (España) por delitos de lesa humanidad, más otras causas que demostraron hechos de corrupción durante su mandato. Si el principal responsable del caso más “exitoso” al menos en materia de modernización económica entre los gobiernos autoritarios en la región, cuya gestión pudo imponer estrictos condicionamientos para garantizar una transición “sin sobresaltos” para los responsables del régimen saliente, con un por entonces muy importante, aunque no mayoritario, apoyo de la sociedad civil y de parte del entramado político, fue puesto a disposición de la justicia y hallado culpable… ¿qué pueden esperar Maduro y otros líderes chavistas?

En el caso de Uruguay, algunos de los principales líderes partidarios (como Jorge Battle, del Partido Colorado, que pudo ser legislador, y Líber Seregni, del Frente Amplio) fueron proscriptos de las elecciones de 1984 que ganó Julio María Sanguinetti. Otro dirigente popular, Wilson Ferreyra Aldunate, del Partido Nacional, estuvo detenido en un cuartel durante el proceso electoral. Otro caso de transición a la democracia considerado “exitoso” tuvo, en esta primera instancia, una elección restrictiva y criticable desde el punto de vista de la teoría democrática.

Otro caso relevante fueron las elecciones de marzo de 1973 en la Argentina, en las que el general Perón fue proscripto por el régimen militar liderado por el general Lanusse. Se había definido una arquitectura electoral ad hoc para, al menos en teoría, favorecer mediante un potencial balotaje la conformación de una coalición antiperonista. Sin embargo, la contundencia del triunfo de la fórmula Cámpora-Solano Lima hizo colapsar esa estrategia. Apenas medio año más tarde, el propio Perón pudo competir y ganar de manera arrolladora. La lección es clara: la voluntad popular puede, más temprano que tarde, derribar cualquier barrera institucional restrictiva.

Estas experiencias históricas no permiten, de todas formas, ser optimistas sobre la potencial democratización de Venezuela, pues se conjugan muchos otros elementos. Es muy difícil pensar en que pueda destrabarse el impasse actual hasta alcanzar algún mínimo umbral de compromiso democrático sin un alto nivel de pragmatismo y espíritu de sacrificio por parte de los principales actores. María Corina Machado, por ejemplo, puede vender muy cara su eventual concesión de no participar en esta ocasión si, en contraprestación, obtiene mayores garantías de transparencia y la posibilidad de participar de la campaña aunque no sea candidata. Así, su ejemplo y su autoridad moral pueden ser no solo decisivas en el resultado, sino vitales en el largo camino que a su país le espera para recuperar la calidad democrática que lo caracterizó entre fines de la década de 1950 y la llegada del chavismo al poder.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/venezuela-frente-a-una-nueva-coyuntura-critica-nid09022024/