La crónica anunciada de una crisis política

El Presidente se decidió a resistir, pero eso no implica que haya salido fortalecido; el panorama luce desolador en términos electorales, políticos, institucionales y económicos

Alberto Fernández y Cristina Kirchner en el búnker del Frente de Todos
José Brusco / POOL Argra

El presidencialismo de coalición demostró ser un sistema que casi siempre fracasa. Por eso no debería sorprendernos que entre los socios que lo integran existan episodios de alto voltaje, en especial si el accionista mayoritario no es el titular del Poder Ejecutivo, sino el vicepresidente. Ocurrió con la Alianza entre 1999 y 2001, con el intento del kirchnerismo de absorber parte del radicalismo, con la breve experiencia de cooperación detrás de la fórmula CFK-Cobos en 2007 –que implosionaría a partir del conflicto con el campo a mediados del año siguiente– y con la destitución de Dilma Rousseff en 2016. Mauricio Macri evitó ese escenario al impedir que la coalición electoral Cambiemos se transformara en una coalición de gobierno. Luis Lacalle Pou hace un enorme esfuerzo por mantener su agrupación de partidos cohesionada (gracias a la habilidad de Pablo Iturralde, el titular del Partido Nacional), pero no pudo evitar las renuncias de varios ministros del Partido Colorado. Asimismo, la crisis político-institucional de Chile pone de manifiesto los límites de este mecanismo: sirve para ganar elecciones en un contexto de partidos fragmentados o débiles, pero se convierte en un instrumento subóptimo a la hora de gobernar.

Los gobiernos de coalición son característicos del parlamentarismo y podrían lograrse cohabitaciones mínimamente funcionales en casos de semipresidencialismo como el de Francia. Pero de acuerdo con la evidencia existente, surgen dificultades para adaptarlos a los formatos presidencialistas. ¿Pueden pensarse reformas para generar incentivos apropiados y despejar los cuestionamientos que ahora se hacen tan obvios? Se trata de un interrogante crucial que debe ser debatido de forma seria y parsimoniosa por el conjunto del sistema político argentino, que a partir de los resultados de estas PASO confirma su basamento en dos coaliciones que en conjunto vienen obteniendo entre el 70 y el 80% de los sufragios desde 2015 hasta la fecha. En particular, este es el caso de Juntos por el Cambio, que acumula en los últimos tiempos una serie de tensiones relacionadas con la puja por el liderazgo interno que difícilmente pueda resolverse en una primaria para definir la fórmula presidencial (si es que el mecanismo de las PASO sobrevive hasta entonces: las crisis económica que desataron en 2019 y la política actual generan cierta preocupación en algunos miembros de la clase política, sin distinción de banderías).

Por otro lado, en los mentideros de la política local era un secreto a voces que un sector de La Cámpora y otros socios de la coalición gobernante buscaban impulsar un recambio en el gabinete luego de las elecciones del 12 de septiembre. Por cierto, la inesperada y brutal derrota oficialista le agregó dramatismo a la situación, pero se trataba de una crónica anunciada de una crisis política. Como suele ocurrir en casi todos los conflictos políticos, los errores de cálculo de algunos de los principales actores involucrados vuelven su desarrollo mucho más impredecible y su resultado final, incierto y hasta inesperado. ¿Pensaron CFK y su séquito que un Alberto Fernández hiperdebilitado mucho antes del domingo pasado, pero sobre todo una vez conocidos los resultados, fuera a resistir con una mezcla de tozudez, resignación, sentido común y algo de picardía un embate tan desembozado? ¿Acaso un presidente que había rifado su reputación de moderado por auspiciar –o, al menos, no disuadir– las iniciativas más controversiales y recalcitrantemente populistas de sus supuestos aliados, y que además había cometido todo tipo de errores no forzados, podría resistirse a las exigencias de remover a algunos de sus funcionarios más leales y cercanos? Los talibanes K tenían motivos para mirar con optimismo sus chances de colonizar el Gobierno de manera similar a la de sus correligionarios afganos al retomar el control de Kabul: sin resistencia alguna. Hasta esta semana Alberto Fernández no había dado demasiados signos de autonomía, mucho menos de coraje. Por el contrario, había desplegado en relación con los abiertos desplantes de la propia Cristina y del “fuego no tan amigo” de sus adláteres, una readaptación local de lo que su amigo Lula da Silva denominó “paciencia estratégica”: es mejor hacerse el distraído, mirar para otro lado, poner la otra mejilla. O como seguramente le hubiera recomendado el canciller Felipe Solá por experiencia propia, “hacerse el boludo”. Algo cambió entre el domingo a la noche y el martes pasado por lo que el Presidente se decidió a resistir.

¿Implica esto que haya salido fortalecido? En absoluto: el panorama luce desolador en términos electorales, políticos, institucionales y económicos. Difícilmente una coalición tan desmembrada pueda coordinar en las próximas semanas una estrategia electoral mínimamente razonable como para achicar la diferencia en relación con JxC. Varios mitos fueron derrumbados el domingo pasado. El primero, que el peronismo no puede ser humillado electoralmente sin haber sufrido una división importante, como había ocurrido en 1985, 2009, 2013 y 2017. Pero además, la fórmula “con Cristina no alcanza, sin ella no se puede”. Los gobernadores e intendentes que a pesar de todo ganaron se convencieron de que ya no existen los territorios inexpugnables: si los gobiernos fracasan, si ignoran de manera sistemática las demandas de la ciudadanía, a la corta o a la larga la oposición se alzará con la victoria. Esta hecatombe en la coalición gobernante puede contaminar y expandirse a otras esferas de la vida pública nacional. Fueron suspendidas las movilizaciones de ayer para evitar disturbios. ¿Acaso puede mantenerse por mucho más tiempo fuera de las calles a algunos de los grupos más disidentes y con probada capacidad de mover militantes? El mayor riesgo reside en la ya tan frágil economía: no solo en el plano cambiario, sino en la enorme incertidumbre para los principales actores del sector privado.

En este complejo panorama, Alberto Fernández tiene una impensada oportunidad de desvincularse de los sectores más duros e intentar la ambiciosa osadía de liderar un gobierno “de minoría”, con el apoyo de los socios más tradicionalmente peronistas (gobernadores, intendentes, sindicalistas, algunos movimientos sociales, algunos empresarios y miembros de la sociedad civil) junto a lo que queda del Frente Renovador. ¿Algún segmento de la oposición podría ser incluido en un gabinete más pluralista? Parece difícil a la luz de los resultados de las PASO, en particular porque las “palomas” de JxC cerraron la campaña impulsando el hashtag #basta y comprendieron que los vientos de rebeldía se inclinaron hacia la centroderecha. De todas formas, esto debería requerir algún acuerdo parlamentario con una agenda “minimalista” que asegure la gobernabilidad, incluyendo la fundamental aprobación del presupuesto.
Como ocurrió cuando murió Néstor Kirchner y todos se preguntaban cómo iba a hacer Cristina para gobernar sin experiencia ejecutiva ni poder territorial, los recursos de la presidencia le pueden permitir a Alberto Fernández intentar una transición encontrando un desfiladero, estrecho y sinuoso, pero que lo acerque a sus promesas de campaña y a lo que los votantes que lo abandonaron esperaban de él.


Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-cronica-anunciada-de-una-crisis-politica-nid17092021/