Anomalías de un sistema político en crisis permanente

Lo que el mundo considera una aberración, en la Argentina hubiese sido un éxito. Un dígito alto de inflación despierta una enorme y natural alarma en Estados Unidos y en el Reino Unido. Sus respectivos bancos centrales comenzaron a corregir la política de tasas de interés luego de una larguísima década de dinero ultrabarato, con cenit durante la expansión de la base monetaria sin precedentes de la pandemia. En contraste, la única vez en los últimos 20 años que un gobierno nacional se propuso bajar la inflación, entre 2015 y 2019, el dígito alto era la panacea a alcanzar. Preferimos convivir con la alta inflación, a pesar de la penosa experiencia acumulada durante el siglo XX, incluyendo dos tremendos episodios de hiperinflación y el consecuente aumento de la pobreza y la marginalidad. Cualquier país civilizado hubiera intentado solucionar el problema. El financiamiento monetario del déficit fiscal y la mala calidad del gasto público fueron históricamente las principales políticas de Estado de un país que, por eso, experimenta una decadencia que parece no tener fin.

Con sus declaraciones de los últimos días, CFK dejó una vez más expuesta esta patética situación. Sorprende que la vicepresidenta, que dialoga con (y escucha a) economistas profesionales sobre los temas de la agenda, prefiera quedar en ridículo en sus presentaciones públicas con la tibia intención de contener su ahora acotada base de votantes y de desafiar consensos que la ciencia económica probó hace tiempo. En especial, porque ese electorado también está muy preocupado por la dinámica inflacionaria: los principales sondeos de opinión pública destacan que se trata de la primera prioridad para una enorme mayoría. Desconocer el fenómeno podría tener costos significativos. Pero nada garantiza un control de daños a partir de interpretaciones antojadizas, contradictorias y hasta grotescas con el mero objetivo de quitarse la responsabilidad y encontrar culpables en el sector privado.

Aunque parezca mentira, no es el único caso en el que se verifica tamaña sinrazón. Joe Biden acusó a las grandes petroleras por el aumento de la gasolina en su país, tema que genera zozobra en la sociedad americana, en particular durante la temporada de turismo en el verano septentrional. Esto motivó una respuesta contundente de uno de los principales jugadores del sector (https://www.chevron.com/newsroom/2022/q2/a-letter-to-president-biden-from-chevron-ceo-mike-wirth). Los especialistas reconocen que este incremento tiene múltiples causas, entre las que se destacan la guerra en Ucrania, los cuellos de botella en las destilerías y cierta renuencia de los inversores a financiar energías no renovables por los costos reputacionales derivados del cambio climático. Biden decidió suspender por tres meses los impuestos federales sobre los combustibles y logró bajar algo los precios: ventajas de contar con un frente fiscal más ordenado.

Con un electorado sensible a las cuestiones ambientales, la administración demócrata desalienta la producción de combustibles fósiles dentro de su país: prefiere importarlos, como si la huella de carbono fuese así menor, incluso aunque eso implique pagar costos políticos muy relevantes en materia de política exterior. El acercamiento a Arabia Saudita y la flexibilización de las sanciones contra el régimen de Nicolás Maduro se encuadran en ese dilema. Las elecciones de noviembre constituyen un desafío muy complejo: podría perder el control de la Cámara de Representantes y diluir la leve mayoría en el Senado. Paralelamente, confía en que el endurecimiento de la Fed alcance para revertir las pésimas expectativas que predominan en los agentes económicos, mientras se niega a revisar el gasto público en un año electoral.

Esto expone un comportamiento común en nuestros gobernantes contemporáneos: excepto que no tengan otra opción, se inclinan por eludir el costo político de corregir situaciones complejas. Un caso típico de procrastinación política. Se las ingenian para hacer maniobras alternativas que, ex post facto, pueden resultar más costosas de lo que hubiera implicado resolver el problema de fondo. Si sale bien, pagará el que sigue.

Otra anomalía de la Argentina, en comparación con el resto de América Latina, es el predominio de las fuerzas políticas centrípetas sobre las centrífugas. Las coaliciones que acaparan la mayor parte de la intención del voto buscan lograr sus objetivos dentro del espectro político, sin exhibir las posturas antisistema que se imponen en el continente: en su momento Venezuela con la irrupción de Chávez, México con AMLO, Brasil con Bolsonaro, El Salvador con Bukele, Perú con Castillo, Chile con Boric y ahora Colombia con Petro. Candidatos que, más allá de matices ideológicos, basaron su éxito en proponer cambios radicales. Las frustraciones de esas sociedades, dispuestas a desprenderse de sus establishments para promover nuevas figuras, se fundamentaban en demandas insatisfechas: inseguridad, pobreza, desigualdad, falta de oportunidades de desarrollo personal y familiar, corrupción, impunidad.

A pesar de que son todos problemas endémicos en la Argentina desde hace décadas, nuestra clase política resiste, se reinventa, innova y supera obstáculos no menores. Por ejemplo, frente al desafío de los piqueteros, apunta a quitarles los planes sociales para favorecer a gobernadores e intendentes o, de máxima, a transformarlos en seguros de desempleo manejados por la Anses (en manos de La Cámpora). En síntesis: la pelea es por plata. Los anticuerpos del viejo sistema político funcionan a pleno. Da cuenta de eso la fuerte caída en los sondeos que sufrió Javier Milei.

Existe una tercera anomalía: la incapacidad de las fuerzas dominantes con aspiraciones hegemónicas de erosionar a fondo el tejido institucional. Los últimos fallos de la Corte Suprema relacionados a los casos de corrupción que involucran a CFK y la investigación del avión iraní nos advierten que los intentos del kirchnerismo por controlar el Poder Judicial, incluida la modificación del Consejo de la Magistratura, fracasaron: más temprano que tarde, la institucionalidad, a pesar de su mala calidad, prevalece y resiste la voracidad de algunos sectores de cambiar el orden establecido por una estructura “a la carta” de las necesidades y los intereses del poder de turno, como el caso de la vicepresidenta.

El kirchnerismo fue un éxito relativo como proyecto de poder: lleva décadas controlando recursos estatales, en un comienzo a nivel local, luego provincial y desde 2003, federal. Pero como proyecto de transformación, tanto desde el punto de vista económico como del político-institucional, el resultado es paupérrimo: es una fuerza que parasita el Estado, carece de encarnadura social o apoyatura política sólida y depende del peronismo tradicional para ganar elecciones. Es incapaz de modificar las reglas del juego y, cuando intenta hacerlo, fracasa: son muy malos haciendo el mal.

Algo parecido ocurrió durante el menemismo: en el momento parecía que dejaba cambios profundos y perdurables, pero de aquello quedó poco y nada. El modelo kirchnerista “funcionó” en Santa Cruz, pero no pudo “exportarse” al plano nacional. Mientras López Obrador se afianza y expande su influencia en México y Bolsonaro avanza con sus reformas abrazado a productores agropecuarios y a las FF.AA., Cristina dejó al desnudo el lunes pasado en Avellaneda la endeblez de su construcción: solo la apoyan empleados estatales, sectores subsidiados y cazadores de rentas. Sin dinero público, su poder se desvanece. Por eso, consciente de sus magras chances en 2023, su plan b es replegarse y resistir en la provincia de Buenos Aires. Y aun eso hoy constituye un desafío muy complejo.