Lo que debería ser normal, una rutina habitual e institucionalizada, en la Argentina constituye una excepción: comenzó una transición considerada "ejemplar" entre dos gobiernos de diferentes signos políticos por el solo hecho de mantener las formas y sonreír en las fotos. Y no solo a nivel nacional, sino también en la provincia de Buenos Aires y hasta en el Senado. De este modo, equipos de trabajo con orientaciones e identificaciones partidarias opuestas compartirán información, identificarán prioridades e intentarán que no se produzcan baches ni discontinuidad en el manejo de cuestiones fundamentales para el interés general. Bienvenido sea este proceso casi inédito: se trata de un avance destacable en virtud de la profunda disfuncionalidad de nuestro entramado político. Pero cuidado: al margen de las formas, resulta esencial priorizar los contenidos, las decisiones críticas que deben tomarse en el contexto de una enorme complejidad, sobre todo en materia económica. Es cierto que tampoco hubo tantas oportunidades para que tuviéramos pasajes ordenados: desde el regreso a la democracia, en 1983, esta peculiar circunstancia de alternancia en el poder se dio solamente en tres oportunidades: cuando Carlos Menem sucedió a Raúl Alfonsín, con un final precipitado y caótico; en el traspaso de Menem a Fernando de la Rúa, que se desarrolló sin mayores inconvenientes (aunque sin que se aprobara el presupuesto), y la más reciente (y la peor de todas), cuando Cristina Fernández de Kirchner se encaprichó en 2015 y no quiso entregar la banda presidencial. A pesar de sus obvios desacuerdos, Mauricio Macri Alberto Fernández tienen una concepción moderna de la política y disponen de equipos de trabajo versátiles, con vocación y capacidad de diálogo y, en general, con una valiosa experiencia. Están, por lo tanto, dadas las condiciones para iniciar una nueva manera de encarar las transiciones. Más allá de este caso puntual (o, precisamente, por el hecho de que existe un único caso hasta el momento), sería ideal que estos procesos estuvieran regulados por ley, especificando un procedimiento que defina los parámetros de la transición entre gobiernos -situación que abarca tanto el paso de mando entre signos diferentes como de igual signo político-, con independencia de diferencias ideológicas, así como de eventuales conflictos personales o de intereses sectoriales en pugna. La gravedad de la crisis y la imperiosa necesidad de definir cuanto antes el rumbo de la próxima administración pueden entorpecer e incluso conspirar contra el buen desempeño de esta experiencia de transición. Se han acumulado un conjunto de desafíos prioritarios que requieren precisiones inminentes, prácticamente inmediatas. De lo contrario, se mantendrán muy elevados los niveles de incertidumbre (lo que equivale a que continúen los comportamientos defensivos por parte de los actores económicos) y hasta se podrían disparar problemas de gobernabilidad. Entre los tópicos que necesitan tratamiento inmediato se destacan temas cruciales, como la deuda (tanto con el FMI como con los acreedores privados, dentro y fuera del país), la cuestión tarifaria (pues quedó atrasada en el contexto de la escalada inflacionaria de los últimos meses) y, justamente, la emisión monetaria ante los crecientes riesgos de espiralización de la inflación. ¿Está dispuesto el gobierno saliente a pagar costos políticos importantes a los efectos de ganar tiempo y facilitarle las cosas al gobierno entrante? ¿Acaso lo ocurrido con el endurecimiento del cepo implica que podrían repetirse decisiones similares con otras medidas incómodas y hasta potencialmente contradictorias con las preferencias o las convicciones de algunas de las partes? La coordinación efectiva de objetivos e instrumentos es mucho más compleja e incómoda que las fotos de ocasión. El riesgo es claro: los intereses, las visiones y las pasiones podrían entorpecer el devenir de esta incipiente transición. No contribuye demasiado el hecho de que Macri esté intentando posicionarse como líder de la oposición. Su intención de capitalizar políticamente el envión anímico y el apoyo personal experimentado en la última etapa de la campaña electoral conspira con los inevitables costos que implicaría allanarle el camino a su sucesor con medidas tan necesarias como impopulares. No parece tener mucho sentido cooperar con quien el presidente saliente se dispone a controlar, criticar y eventualmente confrontar en el corto y el mediano plazo. Más aún, el actual mandatario enfrenta en simultáneo un sano pero molesto desafío dentro de su propia coalición (que, de hecho, cruje en distritos estratégicos, como Córdoba, donde el radicalismo fue víctima de los acuerdos entre Macri y Schiaretti). Sin territorio, carente de una gestión en la que apalancarse, con el desgaste de haber administrado la cosa pública en una etapa económicamente muy negativa para la enorme mayoría de la población, su estatus de líder opositor estará además cuestionado por la proyección y la competencia de los otros "machos alfa" de Juntos por el Cambio: Alfredo Cornejo, Gerardo Morales y Martín Lousteau (por la UCR) y, sobre todo, Horacio Rodríguez Larreta (dentro de su propia fuerza). Este nuevo Macri al que parece haberle picado tardíamente el bicho de la vieja política habrá así de descubrir una verdad de Perogrullo en todos los espacios partidarios: no hay peor astilla que la del mismo palo. Aun si lograra predominar frente al "fuego amigo" de lo que hasta ahora llamamos Juntos por el Cambio, Macri deberá definir pronto sus nuevos objetivos, en especial en materia electoral. A la luz de la experiencia histórica reciente, el panorama no luce demasiado alentador. En los últimos treinta y seis años de vida democrática, ningún expresidente fue particularmente exitoso cuando intentó volver a competir por cargos electivos. Alfonsín logró una banca en el Senado por la minoría más de una década después de haber dejado la presidencia y renunció al poco tiempo. Menem fracasó en las elecciones presidenciales de 2003 para luego refugiarse de sus problemas judiciales precisamente en esa misma Cámara. Adolfo Rodríguez Saá tampoco prosperó en sus aventuras presidenciales, la misma barrera que encontró Eduardo Duhalde en 2011. El propio Néstor Kirchner sufrió en 2009 una humillante derrota en la provincia de Buenos Aires en manos de Francisco de Narváez, similar o incluso peor que la de Cristina en 2017, cuando obtuvo la banca de senadora por la minoría al ser derrotada por Esteban Bullrich y Gladys González (por culpa del 5% de votos peronistas que le birlaron Florencio Randazzo y su jefe de campaña, un tal Alberto Fernández). A la expresidenta le fue mejor el domingo pasado, gracias a la reunificación del peronismo, pero tuvo que resignar sus ambiciones presidenciales para conformarse con ser vice. ¿Podrá Macri torcer este perplejo destino? Tal vez pueda regresar al Congreso o aspirar a ocupar nuevamente la presidencia de Boca. Pero mantenerse electoralmente competitivo como líder opositor parece ser un desafío incluso más complejo que el malogrado "sí, se puede". Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/columnistas/problemas-de-coordinacion-nid2302616