Sin vacunas ni hoja de ruta para conseguirlas, sin caja para hacer populismo (la emisión no cesa y se acelera el ritmo de la inflación) y con el tipo de cambio atrasado a pesar de que muchas monedas de la región, como el real, se devalúan (el Banco Central no acumula reservas: las usa para contener artificialmente el dólar), el Gobierno agrava su dinámica autodestructiva que por las infinitas internas y por una radicalización que lo aísla aún más del mundo presagia, como en 2009 y en 2013, un magro resultado electoral.

El valor de los bonos soberanos se desplomó y ya rinden un 20% anual en dólares: el horizonte de corto y mediano plazo es patético y no aparecen ni las ideas ni los protagonistas de una propuesta alternativa sensata, realista y posible de implementar. El país continúa profundizando su decadencia y se resigna a enfrascarse en debates imaginarios, diagnósticos sesgados o ilusionismos infundados.

¿Quién argumentó alguna vez a favor de la privatización de las vacunas? Al fracaso estrepitoso del (no) plan de vacunación, el Gobierno responde con una pelea ante un enemigo inexistente. ¿Cómo alguien con la experiencia de CFK, dos veces presidente de la Nación, puede afirmar que la deuda con el FMI es impagable por las condiciones del endeudamiento, incluyendo la tasa de interés? Todo el mundo sabe que esa institución auxilia a sus países miembros en situaciones de emergencia con la tasa más baja del mercado. Precisamente, Guzmán negociaba los plazos de repago al frente de la misión imposible de convencer a los mercados de que el país no perdió la razón: un 24 de marzo nos retiramos del Grupo de Lima, que denuncia las masivas violaciones a los derechos humanos de la narcodictadura venezolana, con la insólita excusa de no interferir en los asuntos internos de otro país. Falta que la Cancillería reparta calcomanías con el lema “los venezolanos son derechos y humanos”.

Volvieron mejores. “No tengo currículum, yo soy militante”, dijo un por entonces joven (actual funcionario) que se presentó para “trabajar” en una repartición dependiente de la Jefatura de Gabinete, a cargo del actual presidente, cuando Kirchner promediaba su gestión. Tal vez no sirva generalizar el caso Purita Díaz, pero al menos ahora tienen CV. Si fuese verdadero, no se entiende cómo un talento precoz, con semejante formación académica, ocupaba un cargo insignificante en la municipalidad de Avellaneda (a la sazón, uno de los presidentes más austeros y menos reconocidos de nuestra historia). Fernández podría convocar a otra “comisión Beraldi” de especialistas en recursos humanos para que elabore un documento de consenso que sirva de base para la formación de los nuevos cuadros políticos, advirtiendo que un CV debe contener información fidedigna y antecedentes laborales y educativos fehacientes en lugar de los deseos o aspiraciones de su titular.

En este contexto, no es casual que los activos argentinos hayan profundizado su derrumbe. Lali Espósito lo definió con claridad: “Tengo 20 millones de pesos de m…, devaluados, que no sirven para nada”. Es mucho más de lo que atesora la enorme mayoría de los argentinos, pero resulta indicativo que alguien con un patrimonio significativo se sienta pobre: en un país inviable, inseguro, sin moneda y con una pavorosa fragilidad institucional, nadie puede ahorrar ni vivir normalmente. Cae también el precio de las propiedades, uno de los pocos activos que parecían difíciles de expropiar: la exagerada presión tributaria y la nueva regulación de alquileres desalientan la inversión en ese rubro, ya afectado por el atraso cambiario.

Mientras tanto, replicando una aburrida obsesión por el maniqueísmo, el kirchnerismo asigna todos los males al accionar de los anti-K y el macrismo supone que falta poco para derrotar para siempre al populismo. Ojalá la realidad fuera tan sencilla: la debacle nacional empezó mucho antes de que los actuales protagonistas de la grieta la hubieran profundizado. Tal vez esto afecte sus egos, pero de ninguna manera son la raíz de nuestros problemas ni, obviamente, cuentan por sí mismos con la capacidad para resolverlos.

La superficialidad y la corrección política dominan las narrativas. Durante su asunción como presidente del Partido Justicialista (¿cuándo renunció al Partido del Trabajo y la Equidad?), Alberto Fernández dijo: “Los y las peronistas llegamos a la política para representar a quienes no tienen voz, para industrializar el país, para distribuir equitativamente la riqueza”. Vale la pena recordar que en democracia plena la voz de todos los ciudadanos se canaliza a través del voto popular y se complementa con mecanismos de representación de intereses y con una sociedad civil activa que promueve la deliberación sobre los asuntos públicos de mayor interés. Dato histórico: los sindicatos surgieron en el país mucho antes que el peronismo, aunque es cierto que Perón amplió los derechos laborales en consonancia con lo que venía ocurriendo en otros países.

La industrialización tampoco comenzó en 1945. La sustitución de importaciones se había iniciado durante la Primera Guerra Mundial, cuando las grandes potencias se reconvirtieron para manufacturar insumos militares, y se profundizó luego de la crisis de 1930 debido al colapso del comercio mundial. Así, se desarrolló la infraestructura institucional y la regulación de esa nueva realidad: la Junta Nacional de Granos y la Junta Nacional de Carnes se crearon en 1933, mientras que el Banco Central es de 1935. Fue otro general, Agustín P. Justo, el responsable del intervencionismo en los mercados, y no como resultado de una cuestión ideológica sino del pragmatismo y la necesidad. Fernández se metió también con la distribución de la riqueza, soslayando que fue bastante equitativa hasta mediados de la década del 70, incluido el período de proscripción, pero que, irónicamente, comenzó a deteriorarse a partir del ajuste feroz del Rodrigazo (1975), con el peronismo en el poder.

La rentrée de Macri en la política ratifica el sesgo optimista que, aun sin fundamentos, caracterizó su gestión y su visión apolítica del cambio. Tras el naufragio del axioma del “cambio cultural” que supuestamente había experimentado la Argentina, y que explicaba el triunfo de Cambiemos en 2015, más el ilusionismo de los “brotes verdes” de 2016 o el error garrafal de confundir una severa corrida cambiaria por una típica crisis de balanza de pagos con una caída de “un escalón” en la confianza de la sociedad (abril de 2018), en su libro Primer tiempo pronostica que el populismo va a desaparecer fruto de sus propios desatinos, facilitando el pronto regreso de “su equipo” a la cancha. Si eso fuera cierto… ¿Cómo se explica la resiliencia del régimen castrista en Cuba, o del chavismo en Venezuela, o antes que ellos, de Franco en España? Con una especie de trotskismo de derecha infantil, imagina el cambio a la vuelta de la esquina. ¿Los cómo, los quiénes? Son detalles de menor importancia. Ahí radica su peculiar concepción de la política, donde no existe lugar para la ideología, la historia, los intereses y las meras pujas por el poder: todo se reduce a una cuestión de voluntad.

La política argentina no puede darse el lujo de seguir dilapidando oportunidades con estas narrativas sesgadas o frívolas que explican y reflejan un fracaso económico y social que no deja de profundizarse.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/perder-tiempo-nid26032021/