Cuando fracasan, los disgustos se acumulan. Esto los lleva a construir ficciones sobre sus legados y a fantasear sobre sus propios fiascos, buscando responsabilizar a “otros”.

Hay un elemento que al parecer trasciende la grieta y es compartido por nuestros gobiernos independientemente de su color político o matiz ideológico: el infundado sesgo optimista. Las distintas administraciones que se suceden en el poder creen que les va a ir bien, que en el futuro los problemas que nos asedian habrán de solucionarse e incluso podrían desaparecer, independientemente de la calidad de las políticas que implementan y de la cuantiosa evidencia de los fracasos previos de quienes hicieron antes lo que ellos deciden hacer cuando deben administrar la cosa pública.

Al final sucede lo contrario a lo que estos cándidos políticos desean: los gobiernos fracasan y los disgustos se acumulan. Esto los lleva a construir ficciones sobre sus legados y a fantasear sobre sus propios fiascos, buscando responsabilizar a “otros”. Así, culpan al pasado (“las herencias recibidas”), acusan entornos adversos (“pasaron cosas”), presentan conspiraciones inverosímiles o conciben enemigos poderosísimos que habrían entorpecido sus planes. Por supuesto, quienes señalaron críticas son cómplices de dichos enemigos (esa tradicional costumbre de agarrárselas con el mensajero y desdeñar el mensaje). Al mismo tiempo, maquillan sus múltiples desaciertos y engrandecen sus logros para adulterar el balance de sus gestiones, aunque la realidad marque que sencillamente han fracasado.

La gestión del expresidente Macri fue claramente influenciada por este sesgo optimista. El gobierno de Cambiemos creyó que podría eludir e incluso resolver los tradicionales dilemas macroeconómicos que afectan a la Argentina sin realizar cambios estructurales ni demasiados esfuerzos que implicaran costos políticos relevantes. No ignoraba los problemas de fondo (déficit fiscal, inflación, falta de competitividad, restricción externa) pero suponía que la confianza de los mercados y la reputación de su equipo económico alcanzaría para navegarlos sin necesidad de tomar medidas impopulares.

Por eso recurrió a soluciones provisorias (como el fuerte endeudamiento para financiar el agujero fiscal) y políticas cortoplacistas, sin abordar los temas de raíz. La “lluvia de inversiones” que sacaría al país de la decadencia se basaba casi exclusivamente en la certeza de que los mercados tendrían confianza en el nuevo gobierno, al margen de las políticas implementadas y sobre todo de sus resultados. Finalmente, el “gradualismo” alcanzó su límite en 2018, cuando la Argentina se quedó sin financiamiento y se disparó la corrida cambiaria, lo cual llevo al gobierno a pedir la asistencia del FMI. “Fuimos demasiado optimistas en creer que íbamos a poder resolver el tema de la inflación”, aseguró Mauricio Macri en una entrevista. El expresidente descubrió, demasiado tarde, que con optimismo no bastaba, sino que hacía falta enfrentar los problemas con decisión, foco, soluciones de fondo y evitando los autoengaños.

Sorprendentemente, este es un error recurrente entre aquellos que tienen responsabilidad de gestión. De hecho, la hipótesis del gobierno actual no difiere demasiado de aquella que tenía el presidente Macri y su equipo económico: se basa en un sesgo optimista frente al porvenir. El Frente de Todos supone que la economía se puede recuperar sin corregir los fuertes desequilibrios macroeconómicos imperantes, lo que, en rigor, está profundizando. Esto ocurre a pesar de que la experiencia comparada, la evidencia actual y la historia fatídica de nuestro país sugieren exactamente lo contrario: haciendo lo que hace el gobierno nos encaminamos a producir una típica y dolorosa corrección de mercado.

A pesar de la capacidad instalada ociosa y el bajo costo del financiamiento internacional, los datos de la actualidad, tanto domésticos como externos, no aportan razón alguna para ser optimistas. La demanda interna está muy débil y el país no está en condiciones de tomar crédito, a pesar del cierre “exitoso” del canje. Con un déficit fiscal otra vez enorme, la consecuente dinámica inflacionaria, la pérdida constante de reservas y una brecha cambiaria que oscila entre el 30% y el 80% (según se tome en consideración el dólar oficial o el “dólar solidario”), este año tendremos una caída muy pronunciada del nivel de actividad y el próximo se prevé una recuperación muy limitada. La historia económica enseña que la acumulación de desbalances macroeconómicos puede ignorarse por un tiempo, pero a la corta o a la larga la corrección llega en el momento menos oportuno.

Ignorar los problemas y evitar afrontarlos a tiempo termina por generar costos mayores a futuro (lo que la literatura anglosajona llama “cost of procrastination”). Las medidas “micro” o sectoriales pueden tener algún impacto marginal, pero de ningún modo solucionan los problemas macro. Es como pretender que lavándose los dientes puede curarse una enfermedad venérea. Lo primero conviene hacerlo varias veces por día. Pero para lo segundo hace falta antibióticos. Si el gobierno del Frente de Todos insiste en continuar con su política económica cortoplacista sin abordar los temas centrales que hacen a la macroeconomía, puede sufrir un shock similar al que despertó de su letargo al gobierno de Cambiemos.

Si este es el caso, el mejor escenario para el oficialismo consiste en que la crisis explote después de las elecciones legislativas de octubre del 2021, de modo de conservar cierta cuota de competitividad. De todas formas, el desempeño electoral del Frente de Todos se verá afectado por las consecuencias económicas y sanitarias del Covid-19, el aumento de la inseguridad y la violencia y el desencanto del votante moderado frente a la radicalización de Alberto Fernández, que se mimetiza cada vez más con su vicepresidenta. Incluso el mejor de los escenarios para el gobierno, luce bastante beneficioso para la oposición.

En el peor de los escenarios, el estallido económico (típicamente, una combinación de un aumento exagerado de la brecha cambiaria, el consecuente salto inflacionario y el retiro de dólares y potencialmente también de pesos del sistema financiero) tendría lugar antes de las elecciones. En este caso, el gobierno tiene muchas chances de perder la elección. Esto siempre y cuando la oposición logre mantense unida y no exista un manoseo del sistema electoral que beneficie artificialmente al oficialismo. Al margen de cualquier especulación de índole electoral, los perdedores seremos los argentinos si los temas estructurales no son abordados a tiempo.

Para el presidente Fernández y sus ministros, las falsas creencias pueden ser útiles en un sentido político por un corto tiempo, pero no son útiles en términos tácticos y estratégicos. Puede constituir una narrativa amigable para disimular la dura realidad que enfrentamos, pero preferimos ignorar, y en el medio mostrar una actitud proactiva con una multiplicidad de medidas que no sirven demasiado. Frente a la renuencia a tener un plan, la respuesta consiste en “recuperar la iniciativa”, como si eso bastará para solucionar desequilibrios estructurales.

En 2002, Daniel Kahneman obtuvo el Premio Nobel de Economía por haber integrado aspectos de la investigación psicológica en la ciencia económica, especialmente en lo que respecta al juicio humano y la toma de decisiones bajo incertidumbre. Sostiene que nada es más dañino que el exceso de confianza: el tipo de optimismo que lleva a los gobiernos a creer que las guerras se pueden ganar rápidamente y que los proyectos de capital entrarán dentro del presupuesto a pesar de que los números muestran exactamente lo contrario. Desde su punto de vista, el fracaso es consecuencia de una toma de decisiones basada en un optimismo ilusorio en lugar de una valoración racional de las ganancias, las pérdidas y las probabilidades. Para Kahneman, el optimismo es un mal consejero. Para los presidentes argentinos, lamentablemente es el único.

Fuente: https://tn.com.ar/opinion/la-sorprendente-persistencia-del-sesgo-optimista-de-los-gobiernos-argentinos/2020/09/14/EJS4NNLYKBBALD2EM6AIM4IE4I_story/