Pasaron 210 años y el pueblo sigue sin saber de qué se trata el modelo económico que la clase dirigente tiene pensado para sacar al país de esta interminable decadencia. Tanta retórica hueca con la Argentina unida, el país de buena gente, el cambio cultural y el diálogo para alcanzar consensos sobre "políticas de Estado" genera un alto umbral de escepticismo respecto de que finalmente se concrete la (al menos hasta ahora) última promesa incumplida: el Consejo Económico y Social. Si el Presidente estaba pensando nada menos que en un "nuevo contrato social", ¿no se trataba del ámbito ideal para debatirlo? ¿O solo se buscará un espacio amigable para legitimar ideas cocinadas entre gallos y medianoche? Sin un acuerdo sobre metas concretas el país seguirá al garete. Ningún nivel de deuda será sostenible si carecemos de un programa de desarrollo, de un programa antiinflacionario y si no recuperamos credibilidad. Crecimiento y desarrollo no es solo un prerrequisito para cumplir con las obligaciones en términos de deuda, sino para asegurar un piso mínimo de equidad: la igualdad necesita prosperidad para evitar ser todos igualmente pobres (con la excepción de la burocracia gobernante, como ocurrió siempre en el "socialismo real").

Financial Times planteó la necesidad de que las democracias avanzadas replantearan sus contratos sociales para dar cuenta de los problemas de distribución del ingreso derivados de la riqueza acumulada en pocas manos durante las últimas décadas. Esta reivindicación del Estado de Bienestar por un baluarte de la ortodoxia fue la obertura para la sinfonía de políticas heterodoxas que en Occidente buscan enfrentar este colapso sin precedente de la oferta de bienes y servicios. Antes de la pandemia, estas sociedades ya estaban averiadas por los cimbronazos culturales e institucionales provocados por la irrupción de liderazgos extrasistémicos, emergentes de una reacción antiélite de segmentos de clases medias empobrecidas por un rápido proceso de modernización que las excluyó y les robó el estatus y el horizonte de ascenso social. La irrupción del mundo digital, la robotización y la inteligencia artificial profundizaron el deterioro que había provocado la dinámica de relocalización de plantas en países emergentes como México, Vietnam o China. La globalización y el libre comercio, que supuestamente contribuirían a que germinaran en el mundo en desarrollo las instituciones de la democracia, alimentaron, por el contrario, una reacción populista y proteccionista en los países que la impulsaban. Elemental lección para el mediocre liderazgo contemporáneo: la buena política nunca es resultado de recetas economicistas simplificadas (sean de izquierda o de derecha) que, para colmo, fracasan a la hora de promover modelos de crecimiento efectivos y sustentables. Ojalá ese fuera el drama de la Argentina: identificar los mejores mecanismos para garantizar la igualdad de oportunidades para toda la ciudadanía. Lamentablemente tenemos un desafío muchísimo más básico. De ningún modo la pandemia es causante de esta crisis económica estructural, mucho menos de la desigualdad. En todo caso, la profundiza: estábamos muy mal; ahora estamos peor. El país está estancado desde hace medio siglo, como demostró en Twitter el economista Martín Rapetti: nuestro ingreso per cápita es similar al de 1974. Desperdiciamos 5 décadas: generaciones de sueños frustrados, de proyectos nunca realizados, de historias truncas por la inestabilidad macroeconómica y las enormes y repetidas torpezas de los gobiernos. Nuestra enorme dificultad es que no generamos suficiente riqueza, algo paradójico considerando el magnífico potencial en recursos naturales y el stock de capital humano que, aunque deteriorado, sigue siendo una de nuestras fortalezas relativas. En los últimos 50 años la economía global tuvo un desarrollo fenomenal: generó más riqueza y redujo la pobreza y la desigualdad como nunca. Queda un largo camino por recorrer. Pero si al resto del mundo le fue tan bien y a la Argentina tan mal, el problema es nuestro. Waldo Ansaldi nos alertó sobre la tentación de fantasear con sociedades más justas e igualitarias cuando no logramos siquiera consolidar un Estado capaz de asegurar los bienes públicos fundamentales: "Soñamos con Rousseau y nos levantamos con Hobbes", sintentizaba. Un país que necesita prohibir que sus ciudadanos adquieran legalmente divisas para no reconocer que carece de moneda como inocultable resultado de la incompetencia secular de su clase dirigente, ¿puede darse el lujo de debatir otras cuestiones? El Estado no puede siquiera organizar eficazmente la ayuda a los más humildes. ¿Qué hace suponer que será capaz de embarcarse en mecanismos distributivos más sofisticados? El "Estado presente", que tanto orgullo origina en el Presidente y sus funcionarios en esta pandemia y que, según su parecer, se ocupa de calmar las angustias más profundas, es una mera muletilla discursiva: se invierten en la Argentina muchísimos menos recursos en términos del PBI que en la mayoría de nuestros vecinos y casi nada en relación con los países desarrollados. La crisis fiscal estructural, una de las principales causas de nuestra decadencia, impide una acción más contundente, abarcativa y coordinada. La presión fiscal total (Nación, provincia y municipios) aumenta de forma sistemática desde hace tres décadas. Pero como el gasto subió aún más y su calidad es desastrosa, en vez de mejorarlo seguimos empecinados en restarles aún más recursos a los que producen, ahora con la excusa de la igualdad. En eso anda el ministro Guzmán . Al margen del rotundo fracaso en su estrategia de negociación con los bonistas, que le costó al país tiempo, dinero y reputación, ahora estaría pergeñando una reforma tributaria basada en supuestos impuestos progresivos. Cabe recordar la máxima de uno de los grandes expertos contemporáneos en esta materia, el canadiense Richard Bird: "La mejor reforma impositiva consiste en mejorar la administración tributaria". Un impuesto en teoría perfecto que no puede en la práctica cobrarse se convierte en una quimera. La Argentina no ha podido evitar que un 40% de la economía esté en la informalidad. ¿Pensará Guzmán seguir cazando en el zoológico? ¿O su reforma contempla un salto cualitativo en materia de calidad de gestión, tecnología de la información y capacitación de los empleados de la AFIP? ¿Incluye las administraciones tributarias municipales y provinciales? ¿O pretende continuar profundizando las distorsiones de nuestro federalismo con provincias que recaudan poco y nada y tercerizan esa responsabilidad en el gobierno nacional? Otra cuestión para nada menor: si no cumplimos con el pacto social actual, incluida la propia Constitución, que fue fruto de un consenso de los dos partidos mayoritarios, avalado por la elección de constituyentes; ¿qué nos hace suponer que cumpliremos con uno nuevo? No estamos discutiendo la pospandemia, tampoco abordamos la necesidad de debatir un programa de estabilización. Sin estos asuntos básicos y urgentes, surge esta rara pulsión de plantear cuestiones con rótulos ampulosos y endebles. Sostener que la presencia de este Estado quebrado, opaco y, como inmortalizara Nito Mestre, "fabricante de mentiras" puede conformar un instrumento que favorezca la igualdad implica desconocer las causas estructurales de nuestra larga decadencia: el problema nunca puede ser la solución. Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/columnistas/es-posible-igualdad-sin-prosperidad-nid2371143