Los gobernantes carecen de ideas y equipos para mejorar algo; en eso no hay grieta: todos resultaron un fiasco por igual.

Cada parte de la grieta piensa lo peor respecto de la otra. La desconfianza se profundiza hasta alcanzar niveles incompatibles con una convivencia democrática y pacífica. Las hipótesis maximalistas respecto de las verdaderas intenciones del adversario (¿enemigo?) vuelven imposible cualquier interacción civilizada para coordinar acciones que permitan, por lo menos, mitigar los efectos negativos de la larga decadencia argentina, ahondada como consecuencia de esta pandemia. ¿Pensar en revertirla? Para eso, sería necesario debatir seriamente y en un entorno razonable ideas innovadoras que rompan esta inercia destructiva que alimentaron todos los gobiernos por acción u omisión, por errores o infantilismo, por inoperancia o caprichos.

Otra obstrucción es esa pésima costumbre de improvisar funcionarios y designar amigos, conocidos o entenados en áreas claves de la administración pública, sin la experiencia ni la formación mínimas. Los costos de las malas decisiones públicas son inmensos y duran generaciones: acceden a la botonera del poder sin preparar planes ni equipos de trabajo, tal vez con algún recorrido previo pero sin el conocimiento técnico específico. Dejan tras de sí un tendal de desarreglos, por lo general peor que el que encontraron al asumir.

La falta de ideas originales, proyectos ambiciosos y equipos técnicos capaces de implementarlos eficazmente alimenta las peleas por el poder, que se vuelven casi guerras santas en las que no hay lugar para matices: en este modelo que nos caracteriza desde los inicios de la experiencia argentina se juega a todo o nada.

Una síntesis incompleta: para algunos, el problema era Rivadavia; para otros, Rosas. No faltan quienes todavía sostienen que la raíz de todos los males está en Buenos Aires, ya sea la provincia, la ciudad o ambas. Imposible de soslayar la dicotomía “la causa contra el régimen”, cuando lo nefasto parecía concentrado en el orden conservador. Entonces aparecieron el radicalismo o la “política criolla” como responsables de los aparentes padecimientos del país y los militares se impusieron para repararlos. Ocurrió lo contrario: el clivaje cívico-militar se instaló por más de medio siglo y sus dolorosas consecuencias llegan hasta nuestros días. Más aún, el concepto de fraude patriótico dividió a la sociedad argentina en una década que, fruto de nuestros típicos excesos lingüísticos, pasó a la historia como “infame”. Aun antes del peronismo, que profundizó esta dinámica perversa y persistente (“a los enemigos, ni justicia”), la Argentina no se caracterizaba por la estabilidad, previsibilidad y cooperación entre los principales actores políticos y sociales.

Volver a Sarmiento: civilización y barbarie. La “y” significa inclusión, integración, sumatoria, mientras que la “o” implica grieta, beligerancia, exclusión. ¿Seremos alguna vez capaces de respetarnos en la diversidad, aceptar el pluralismo y convivir con las tensiones inherentes a una sociedad compleja, donde coexisten y compiten opiniones y visiones muy diferentes? Si establecemos horizontes y objetivos de mediano y largo plazo para transformar esta frustrante coyuntura, al menos tendremos la posibilidad de romper este asfixiante círculo vicioso en el que estamos hundidos desde hace décadas. Por el contrario, si seguimos enfocando en las personas y no en los problemas, si continúan predominando la inmediatez y las pujas por el poder, deberemos resignarnos a peregrinar en esta encerrona trágica.

¿Podemos imaginar un proyecto común de nación si se profundizan las concepciones maniqueas de la realidad que predominan en ambas veredas ideológicas? Una diputada oficialista afirmó recientemente frente a un grupo de estudiantes de periodismo que “la mentira es una tradición del macrismo”. El uso del término “tradición” en vez de “característica” o “peculiaridad” denota una concepción histórico-temporal, una trascendencia del fenómeno macrista más robusta y perdurable de lo que impera incluso dentro de Juntos por el Cambio, en especial luego de la convulsionada visita del propio Macri a Córdoba, quien cebó además a sus críticos cuando confesó que volvía temprano a la residencia de Olivos y se encerraba a ver Netflix en medio de la crisis económica que terminó con su pretensión de reelección. ¿Tenía derecho como presidente a bajonearse y buscar distracciones ante un contexto angustiante y cuando todo lo que intentaba le salía mal? Solo alguien frío y sin empatía podría criticar esa humana necesidad de escapismo. Pero ocurre que pretendemos de nuestros líderes atributos especiales: que un potencial candidato que quiere protagonizar un “segundo tiempo” admita que se escondía en la cancha cuando el partido se ponía chivo resulta, al menos, raro. Más allá de Macri… ¿Exagera el oficialismo respecto de las intenciones, las fortalezas y los recursos de la principal coalición opositora? ¿Existe alguna distorsión fruto de sesgos ideológicos y de teorías conspirativas?

Un experimentado líder de oposición, que conoce como pocos los complejos meandros del peronismo, refiriéndose a la imposibilidad de establecer un diálogo serio y constructivo con el Gobierno afirmó en estos días que “el caos está cerca si no ponemos un límite (aludía al plano electoral) a tanta mediocridad y perversión”.

En buena parte de JxC y de los sectores medios del país predomina el diagnóstico de que el oficialismo viene por todo y que está en juego la república: como en 1983, la disyuntiva parecería ser dictadura o democracia. Descartada la hipótesis de moderación con la que Alberto Fernández había logrado convencer en 2019 a un segmento fundamental del electorado que buscaba expresar su insatisfacción frente al fracaso de la política económica de Macri y en virtud del avance de los sectores más duros del cristinismo, aparecen a diario evidencias que corroboran esa sombría perspectiva. Hace un par de semanas fue la polémica reforma del Ministerio Público (que no difería demasiado de un proyecto similar debatido durante la administración Cambiemos). Luego el foco se corrió hacia el conflicto de Medio Oriente, con la indignación que despertó el apoyo de la Argentina a la investigación impulsada por países autoritarios que buscan una condena en Naciones Unidas a la lógica reacción militar de Israel frente a los ataques de la organización terrorista Hamas desde la Franja de Gaza. ¿Hay un verdadero proyecto populista-autoritario en el FDT? ¿Incluye al grueso del peronismo? ¿Alcanza con la intención de algunos “iluminados” o con una validación infantil de viejos ideales setentistas para llevar adelante un cambio de régimen? ¿Pueden identificarse planes, equipos y liderazgos que avancen con una dirección clara para implementar un programa revolucionario y transformacional?

Brilla por su ausencia un debate democrático y riguroso sobre opciones de política frente al fracaso en que se convirtió la Argentina. Como afirmó Pablo Touzón, la competencia por llegar al poder se volvió un fin en sí mismo: una vez que alcanzan ese objetivo, los gobernantes carecen de los proyectos, las ideas y los equipos para mejorar aunque sea algo, dejar un legado, hacer una diferencia. En eso, no hay grieta: todos resultaron un fiasco por igual. Como la culpa siempre la tiene el otro, no aparecen ni una verdadera autocrítica ni una genuina vocación de aprendizaje. ¿Seguiremos profundizando esta inercia destructiva? ¿Tendremos la lucidez, la madurez y el sentido de responsabilidad para transformar las pujas de poder en parte de un todo más convocante y trascendental, donde nos pongamos como sociedad objetivos colectivos que nos saquen de esta postración?

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/desconfianza-y-pujas-de-poder-impiden-los-proyectos-de-pais-nid04062021/