Todo se mira desde el prisma de la desconfianza: no importa qué digan los funcionarios, incluido el Presidente. Los comportamientos sociales son lo que son, no lo que desean algunos ilusionistas que llegan al poder. No olvidemos el "cambio cultural" que habría experimentado la Argentina, esa muletilla que hizo derrapar al gobierno de Cambiemos. Si esta administración pretende seguir peleando contra los molinos de viento el resultado será similar: una devaluación del peso aún peor a la que sufrió desde que asumió. Dadas las circunstancias y la nutrida experiencia en la materia, cualquier ciudadano argentino sabe que el Banco Central se quedó sin dólares y que por eso impone restricciones extremas de forma tan desprolija como desesperada. Por ahora de dólares, pero la lógica hace que muchos piensen que también habrá para los pesos, precisamente para entorpecer la dolarización de las carteras. La palabra oficial pierde valor más rápido que la maltratada moneda cuando se enuncia con esa peculiar combinación de voluntarismo y candidez que "los dólares son para producir y no para ahorrar" (hasta un aprendiz sabe que sin ahorro no hay inversión; el jefe de Gabinete entiende del tema y por eso tuvo ese oportuno "fallido" el miércoles pasado en TN). Peor es pretender que las propiedades se coticen en una moneda que la sociedad detesta: al menos desde el Rodrigazo (1975) la clase media las considera un refugio de valor, un plazo fijo de ladrillos, de escasa renta pero más difícil de confiscar que las inversiones en el sistema financiero, incluidos los rápidamente despreciados bonos soberanos que se acaban de reestructurar. Es difícil precisar qué es peor: la ignorancia o el cinismo. Si un funcionario público argentino desconoce la principal causa de la inflación (el financiamiento del déficit fiscal con emisión monetaria) y de la consecuente licuación en el valor del peso, carece del mínimo umbral de sentido común para desempeñar su función, más allá de su formación o experiencia profesional en su área. La responsabilidad de gobernar implica administrar recursos escasos del contribuyente, es dinero público (no confundir con esa abstracción peligrosa, despersonalizada e hiperpolitizada llamada "Estado"). Si, por el contrario, se trata de una muestra de cinismo, constituye no solo un acto degradante, sino sobre todo inmoral. Más aún, algún desdichado desprevenido podría hacerles caso y desperdiciar ingenuamente su magro ingreso. Debería generarles remordimiento hacer el cuento del tío a eventuales incautos. Los argentinos acumularon más dólares que los necesarios para financiar la producción, importar bienes y servicios, viajar al exterior y hasta pagar las deudas (pública y privada). Pero, con mucho criterio, decidieron protegerlos de los esperables y recurrentes zarpazos de los gobiernos de turno. El temor es comprensible: una profusa historia de inseguridad jurídica, cambios permanentes y antojadizos en las reglas del juego, fragilidad institucional y una clase política personalista, diletante e inepta son rasgos tan característicos como traumáticos. La crisis de credibilidad no es temporaria, sino permanente. Vuelve a aumentar el riesgo país: tampoco hay crédito para un país que acaba de reestructurar su deuda, mucho menos para sus empresas, a las que el Gobierno impide pagar sus vencimientos. ¿Para qué querrían las divisas que supuestamente asegura el Banco Central para importar insumos intermedios si no tendrán el financiamiento necesario para funcionar? Por eso se derrumba el valor de las acciones: los patéticos errores del Gobierno condenan al país a precios de remate. La deuda soberana, los salarios, los activos. nadie se salva de esta cadena ininterrumpida de mala praxis. La pésima política pública produce pobreza, evapora el empleo genuino, aniquila oportunidades y extingue las ganas de seguir viviendo en el país. Hasta ahora, muchos argentinos fugaban sus ahorros por miedo a depositarlos, incluso, en cajas de seguridad. Tradicionalmente, una parte de ese dinero provenía de la economía informal o bien era de origen legal pero, por distintos mecanismos, se escabullía de la infinita voracidad fiscal del Estado. Estas estrategias de evasión -o al menos de elusión- tributaria se fueron dificultando paulatinamente desde comienzos de siglo, a partir de los ataques a las Torres Gemelas y los nuevos controles a los flujos financieros impuestos por los países centrales para identificar las fuentes de financiamiento del terrorismo, a menudo vinculadas con el crimen organizado. De hecho, los denominados FinCEN Files, que salieron a la luz por estos días, ponen de manifiesto la capacidad de las autoridades norteamericanas de monitorear el movimiento de capitales en un sistema financiero cada vez más globalizado y rastreable gracias a la tecnología de la información. Con la crisis de 2001, muchas transnacionales levantaron sus operaciones en el país, algunas de forma súbita. La novedad es el éxodo de empresas (si faltaba confirmación, es negada por el Gobierno) y empresarios argentinos, que no solo invierten en el exterior sino que se mudan. Antes, nuestros capitalistas fugaban su dinero, pero preservaban a sus empresas y continuaban en el país junto a sus familias. Ahora prefieren contemplar desde el exterior esta nueva fase de la interminable decadencia argentina, luego de la decepción del macrismo y ante la estrepitosa caída en la rentabilidad de sus negocios, las absurdas y kafkianas regulaciones de toda índole, el ridículo incremento de impuestos, la tremenda ola de inseguridad y las tomas de tierras programadas y amparadas por satélites o terminales del oficialismo. Existen algunos antecedentes. El conflicto con el campo disparó una diáspora de productores que protagonizaron una verdadera revolución agraria en Uruguay, Paraguay, Bolivia e incluso Brasil. Algunos vendieron campos en la zona núcleo pampeana para comprar tierras marginales en Alabama o Arkansas. Los desvaríos ideológicos y las políticas absurdas ya habían generado una salida importante de emprendedores exitosos. El fenómeno, no obstante, adquiere ahora un momentum y una escala inusitadas. "No hay precio barato para entrar ahora. Aunque me regalen empresas, no me llames hasta que esto cambie en serio. Con las oportunidades que hay en otros mercados, no necesito la Argentina en mi vida", afirmó hace unos días un veterano y curtido inversor, a quien en crisis previas no le tembló la mano para hacerse de activos visiblemente depreciados que vendió tiempo después con ganancias fabulosas. No es para menos. Hasta hace poco, el Gobierno podía mostrar cifras relativamente buenas en materia sanitaria. Pero ni en ese campo hay ahora motivos de satisfacción. Hubiera sido una sorprendente anomalía: ¿podía ser eficiente en administrar la pandemia un Estado que fracasa sistemáticamente en brindar todos los bienes públicos esenciales? Cuando escribamos la historia de esta etapa tal vez descubramos que el verdadero motivo detrás del temprano y excesivo confinamiento consistió en dilatar aunque fuera un poco la aceleración en la velocidad de circulación del dinero. Es decir, la cuarentena pudo haber sido, al menos en parte, otra heterodoxa manera de contener la escalada inflacionaria y la corrida cambiaria. De tapar el sol con la mano. Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/desconfianza-velocidad-circulacion-del-dinero-fuga-capitalistas-nid2460185