Concentrarse en el problema de la deuda como una idea recurrente limita la acción del Gobierno y obstaculiza una negociación exitosa. Despejado el escenario de default en la provincia de Buenos Aires (una vez más, Axel Kicillof confirmó sus endebles credenciales como negociador, como había ocurrido en los casos Repsol, Club de París y holdouts), la prioridad excluyente del Gobierno consiste en reestructurar la deuda pública. Sin embargo, esta obsesión requiere ser revisada con urgencia. La administración Fernández supone que cualquier plan de estabilización y crecimiento depende del éxito y de las características finales de una negociación que aún no ha comenzado. Por su parte, los acreedores demandan un plan económico lógico y consistente para evaluar con datos concretos la sostenibilidad de la propuesta que haga el Gobierno. Así planteado, se trata de un dilema imposible de resolver: para el Presidente y su equipo, no puede haber plan sin reestructuración. Para los bonistas, no puede haber reestructuración sin plan. No les alcanza con un gobierno que expresa voluntad de cumplir con al menos parte de sus compromisos y que mejoró su capacidad de hacerlo con el severo ajuste que el Congreso aprobó en diciembre, mal escondido detrás del "relato" de la solidaridad. A pesar de los buenos modales de un presidente que toma la diplomacia en sus manos, hay desconfianza tanto de esta gestión (fundamentalmente por el papel y la influencia de Cristina) como de un país que se muestra camaleónico e impredecible. Merkel repitió frente al Presidente la vieja e incómoda pregunta que solía formular Aznar cuando visitaba la Argentina en los albores del kirchnerismo: ¿qué es el peronismo? Nadie pudo jamás responderla de forma sintética y utilizando las categorías clásicas del análisis político. "Tenemos un plan para negociar la deuda, pero no lo comunicamos para no mostrarles las cartas a los acreedores", dijo Fernández en París. Ojalá sea cierto y, sobre todo, eficaz. Pero esos bonistas exigen algo mucho más ambicioso: un plan económico integral que explique cómo y cuánto va a crecer la Argentina luego de una larga década de estanflación. Es decir, debe incluir un capítulo específico sobre la estrategia de estabilización: ¿cómo haremos para vencer a la inflación? La renuencia a blanquear ese programa económico es entendible: el Presidente quiere evitar el costo político de anunciar con bombos y platillos que su gobierno está obligado a continuar el profundo ajuste fiscal de su predecesor. Fernández se impone un objetivo singular: ser reconocido como "fiscalista", que busca que el superávit primario se convierta en una regla intertemporal de la política nacional sin anunciarlo con nitidez y transparencia al conjunto de la sociedad, en especial a sus votantes. "Sé muy bien lo que represento", le advirtió a la canciller alemana. Teme que sus votantes no le toleren una dosis amplificada de ortodoxia y ajuste como la que requiere el país para salir de la crisis. Para un gobierno en apariencia tan economicista, resulta muy contradictorio "hacer sin comunicar", suponiendo que la ciudadanía no advertirá las consecuencias concretas de las políticas aplicadas. Podría entenderse como un aggiornamiento del principio peronista: "Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar". Pero un político experimentado como Fernández no puede pretender que solo con la trampa nominal una enorme masa de jubilados (y sus eventuales abogados) consientan alegremente una caída de su ingreso real. La ausencia de un presupuesto aprobado o de un programa que explicite los objetivos y los instrumentos de política económica no evitará una catarata de juicios por violar la ley de movilidad jubilatoria. De alguna manera, Fernández propone una solución equivalente a la que les presentará a los bonistas: patear los vencimientos para más adelante, en lo posible cuando termine su gestión. Nada mejor que los clásicos para comprender las cambiantes realidades: Albert Hirschman advirtió en 1989, mientras recibía el título de profesor honoris causa de la UBA, sobre los peligros de que un gobierno se enfoque monotemáticamente en una cuestión, como este lo está haciendo respecto de la deuda. Este experto aludió a un episodio oscuro de la historia nacional: un funcionario del gobierno de facto de Onganía contó a Hirschman que su plan era enfocarse primero en la economía, luego en lo social y en tercera instancia, en lo político. Sostenía que los conflictos políticos impedían el desarrollo económico. La historia demostró que congelar o ignorar la política acelera la decadencia económica. El propio Onganía fue víctima de esa falacia: en un contexto de pleno empleo y aumento del salario real, su estrategia precipitó el Cordobazo, uno de los levantamientos populares más importantes de nuestra historia. La gestión Fernández podría extraer varias lecciones de este asunto. En particular, que mientras el foco se fija en un único objetivo, el número de oportunidades que se pierden y que generan malestares, disconformidades y demandas insatisfechas crece de manera exponencial. Esto afecta en particular a las empresas, verdaderas generadoras de empleo y riqueza. Y no solo las de la industria del conocimiento, una de las pocas experiencias realmente exitosas que puede mostrar la Argentina reciente, hoy golpeada por la marcha atrás con la ley que la fomentaba y que había sido aprobada por amplia mayoría apenas unos meses antes. Curiosa decisión la del Gobierno: entrometerse en algo que anda bien en lugar de usar ese tiempo y esos recursos en cuestiones más urgentes, como la regulación para el rubro energético, en especial (pero no solo) para Vaca Muerta. Existe también desazón en otros segmentos que no comprenden el entorno en el que tendrán que hacer negocios. Uno es el de la salud, que vive una crisis que puede terminar en implosión, incluyendo al sector farmacéutico, esperanzado con la designación de Ginés González García, pero entrampado en un laberinto llamado PAMI que les exige una quita insólita a la deuda que mantiene con el sector. La incertidumbre entonces impide lograr los objetivos prioritarios que el Gobierno se ha planteado. "Si no crecemos, no podemos pagar", pero casi nada se hace para, precisamente, estimular la inversión privada, local y extranjera. El propio ministro Guzmán reconoció que no hay espacio para estímulos fiscales. ¿Cuál es entonces el plan que supuestamente esconde el Presidente? Debe haber vuelto de Europa más convencido aún de que el cepo desalienta el interés por invertir en el país, pues lo escuchó en todas las reuniones que tuvo con empresas de primera línea. Para peor, el atraso del tipo de cambio por una inflación que no cede complica el escenario de corto plazo, sumado a la caída en la recaudación. ¿Es esta solo estacional o tendremos otra rebelión fiscal, dada la presión exagerada a la que están sometidos los contribuyentes? Dos meses de gestión es demasiado poco para hacer un balance ponderado. Pero el gobierno del presidente Fernández se empeña en repetir el karma de sus predecesores: complicar los problemas heredados por restricciones autoimpuestas, algo de desidia, bastante improvisación, falta de coordinación entre las distintas áreas de la administración, cuellos de botella en el proceso de toma de decisiones por la concentración de poder en la oficina del Presidente y una tendencia al microgerenciamiento que puede agudizarse con el paso del tiempo. Muchos sostienen que el problema de este gobierno reside en las tensiones que produce el "doble comando" y en la agenda de radicalización y venganza que el kirchnerismo duro supuestamente pretende desplegar. Se acumulan mientras tanto otras cuestiones más elementales, pero con resultados muchísimo más deletéreos para el Gobierno y el país. Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/cual-es-el-plan-economico-que-alberto-fernandez-dice-esconder-nid2331339