Algunos pocos deportistas de elite logran una visibilidad social y una capacidad de influencia casi imposibles de emular para la política profesional, una de las actividades más desacreditadas y que más desconfianza generan en todo el mundo, no solo en la Argentina. Hambrientos por capturar algo del prestigio y el poder perdidos, los políticos están al acecho de cualquier fenómeno de masas que les permita compensar esas debilidades. Por eso existe tanta voracidad para politizar el deporte y, al mismo tiempo, una tendencia a incorporar conceptos de la narrativa deportiva a los discursos políticos (como "parar la pelota" o "colgarse del travesaño"). Con la irrupción de la mujer en la política y el deporte, espacios históricamente de predominancia masculina, pero en los que se vienen registrando avances significativos en términos de igualdad, esa terminología terminó siendo adoptada y apropiada de forma generalizada sin distinción de género.

Paralelamente, el "modelo Berlusconi" (empresarios que buscan potenciar sus ambiciones políticas a partir de gestiones exitosas en el negocio deportivo) demostró adaptabilidad y utilidad en muchas latitudes: Macri y Piñera son ejemplos del fenómeno; Lammens observa sus logros con esperanzas. Como el mundo de la política y los negocios tienden a solaparse al punto de que en la práctica sus fronteras porosas se desdibujan, muchos políticos (o sindicalistas. y en cualquier momento se acoplan a esta tendencia dirigentes piqueteros) saltan al deporte y ocupan espacios de conducción con la pretensión (no siempre posible) de reforzar su proyección y recuperarse del desgaste de la vida pública. La crisis de representatividad y la creciente incapacidad para resolver los temas más relevantes de la agenda pública por restricciones presupuestarias, desidia, anacronismo o fracasos en la gestión desgastaron a la clase política y alimentaron olas de severas y justificadas críticas que con frecuencia constituyen la raíz de los fenómenos populistas con connotaciones antidemocráticas tan comunes en las últimas décadas. Sin embargo, los vínculos entre el deporte, sus ídolos y el poder político (en especial en regímenes autoritarios) son históricos y complejos, incluso en términos geopolíticos. Son conocidas las controversias en torno a las Olimpíadas de Berlín en 1936, así como la obsesión de totalitarismos como la URSS, China, la ex Alemania del Este o Cuba por demostrar competitividad y eficacia en múltiples disciplinas. Aún se recuerda la electrizante final del Mundial de hockey sobre hielo del 22 de febrero de 1980 en Lake Placid, Nueva York, que ganó la selección local a la soviética luego de la revolución iraní y la invasión de Afganistán (que precipitó el boicot de EE.UU. a las Olimpíadas que se desarrollaron a mediados de ese año en Moscú). Bill Bradley, senador por Nueva Jersey y exprecandidato demócrata a la presidencia (2000), integró el último plantel de los Knicks en lograr un anillo de la NBA (1973). Jack Kemp, gran figura de la NFL, fue candidato a vicepresidente del GOP acompañando en 1996 a Bob Dole. George Weah es el actual presidente de Liberia. Y el precandidato presidencial con mejores perspectivas en Perú es el exarquero George Forsyth, de 38 años, exalcalde de Lima. Reutemann y Scioli se inscriben en ese linaje. Lo mismo ocurre con artistas consagrados y figuras mediáticas prestigiosas que gozan de un fuerte ascendiente, cuyo grado de conocimiento y cercanía con la sociedad (a menudo entre grupos o nichos difíciles de penetrar, como los jóvenes) los vuelven objeto de deseo para los especialistas en comunicación política. Por eso tratan de cooptarlos o aprovecharse de su imagen como voceros o instrumentos de diseminación de ideas, valores y conceptos que de otro modo sería muy arduo instalar. Pero los ídolos deportivos son los más especiales: despiertan pasiones descomunales, superan desafíos inalcanzables para el ciudadano promedio y son capaces de que enormes multitudes sientan con y hacia ellos una fuerte identificación. Parece contradictorio, pues se convierten en una suerte de mito o aun en semidioses, pero al mismo tiempo son personajes habituales en nuestro imaginario y en nuestras conversaciones cotidianas. Guerreros de la posmodernidad, como afirmó recientemente Santiago Gerchunoff, que reemplazan las proezas de los próceres históricos a quienes también aprendimos a idealizar, minimizando sus contradicciones, debilidades y costados más oscuros. Vimos en los últimos tiempos a LeBron James o incluso al siempre prudente Michael Jordan asumir un compromiso significativo por la cuestión racial en un contexto de incremento de la violencia policial en una sociedad polarizada. Asimismo, se popularizaron hasta volverse un símbolo de la lucha por la igualdad la protesta con la rodilla en tierra mientras suena el himno nacional que comenzó en 2016 Colin Kaepernick, el mariscal de campo de los San Francisco 49ers convertido en un gran activista de los derechos humanos, al punto de que sacrificó su carrera por esas convicciones. Son los herederos del inigualable Muhammad Ali, ícono de las protestas contra la Guerra de Vietnam (fue objetor de conciencia y su caso llegó a la Corte Suprema), de la cuestión racial y de la diversidad religiosa (abrazó el Islam de la mano de Malcolm X). También de Arthur Ashe, el primer afronorteamericano en integrar el equipo de la Copa Davis y de ganar un torneo de Grand Slam (US Open 1967). Esto nos permite comprender mejor la figura de Maradona y el impacto que provocó su muerte. Desde aquel reportaje que le hizo Mancera en la que un niño esmirriado afirma que piensa jugar un Mundial y salir campeón del mundo, quedó claro que su palabra y su presencia merecerían la atención pública. Desde entonces, para todos los gobiernos tener la foto con el Pibe de Oro, en especial luego de alguna de sus gestas heroicas, representaba tocar el cielo con la mano (de Dios). Su fama recorrió el mundo y muchos dignatarios extranjeros emularon a sus colegas argentinos. Maradona fue casi siempre proclive a hacerlo. Los poderosos intentaron capitalizar su imagen y popularidad. Y fue sagaz para sacar ventajas. Rebelde (con o sin causa), su proceso gradual de radicalización comenzó en su etapa madura. Ya había cuestionado la autoridad papal a fines de los 80, luego de una visita al Vaticano de la que salió sorprendido por el lujo y el oro. ¿Hubiese potenciado su antiimperialismo de haber ganado la Argentina el Mundial del 1994, del que Maradona fue expulsado por doping? Su odio al establishment y a la FIFA se profundizó a partir de entonces. En este último caso, el tiempo le dio la razón. Paralelamente, comenzó su amor por Cuba y su identificación con Castro, especialista en capitalizar las miserias de Occidente y en amparar a sus víctimas (a pesar de -o gracias a- sus errores). Mezcla rara de Quijote y Sancho Panza, Maradona puede ahora, como el Mio Cid, lograr su última proeza después de muerto. A pesar de las diferencias, las controversias, las peleas y los escándalos, la mayoría de los argentinos estamos entre tristes y devastados desde el miércoles al mediodía. El pesar nos iguala, nos pone del mismo lado. Hacía demasiado tiempo que no nos pasaba. Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/centralidad-mediatica-seduccion-del-poder-nid2521950