En ambos casos, se trata de un juego de fuerzas dinámico que podría rápidamente degenerar en el endurecimiento de posturas y la profundización del enfrentamiento. Los conflictos son naturales en cualquier entorno en el que interactúen seres humanos. Expresan diferencias en términos de valores, culturas, intereses e ideologías, aunque a menudo se mezclen con prejuicios o reacciones emocionales. Deben considerarse algo normal y previsible, no excepcionalidades. Los diseños institucionales modernos contemplan mecanismos ideados para identificar, jerarquizar y canalizar las demandas de los ciudadanos, así como para detectar amenazas que puedan alterar la paz social. La capacidad de respuesta de los sistemas políticos varía según el caso, el contexto y las características de los liderazgos. Pueden ocurrir lecturas equivocadas, errores no forzados o situaciones inesperadas que manifiesten la fragilidad de los equilibrios: los sistemas políticos, democráticos o no, son bastante más endebles e incapaces para responder a desafíos complejos de lo que suponemos. Esto explica la ola de protestas e inestabilidad que estamos observando en múltiples latitudes: de forma espontánea o con algún nivel de organización, los ciudadanos se movilizan para expresar su insatisfacción con la realidad que les toca vivir o con las autoridades que activa o pasivamente administran su statu quo. Muchos conflictos tienden a escalar como resultado de respuestas inadecuadas o totalmente erróneas por parte de las autoridades. En estos casos, suelen adoptar una dinámica imprevisible: no se puede calcular el impacto marginal de una declaración extemporánea o de una decisión percibida como una provocación por parte de grupos de ciudadanos movilizados. Por esto, el "control de la calle" es un objetivo prioritario para los gobiernos: el monopolio de la fuerza legítima en el espacio público lo tiene el Estado. Pero la sensibilidad de la opinión pública local e internacional frente a episodios de represión puede derivar en crisis aún más agudas. Numerosas situaciones conflictivas tienden a complicarse cuando sus protagonistas buscan perpetuarse en el poder al margen de las reglas del juego existentes (o modificándolas a su medida). Esos episodios suelen disparar dos problemas casi de inmediato: se fragmenta el partido o la coalición en el poder, pues otros políticos con aspiraciones a competir por la sucesión encuentran frustradas sus expectativas, y se profundizan las diferencias con la oposición al incrementarse los umbrales de desconfianza y la polarización político-ideológica. Si se consolida la percepción de que el incumbente podría manipular in extremis los mecanismos sucesorios para asegurarse una victoria, la posibilidad de una crisis de legitimidad se incrementará significativamente. Vacío de poder y ¿golpe? en Bolivia. Se dan fuertes debates sobre el origen de la profunda crisis boliviana, la existencia de un golpe de Estado o la legitimidad de la presidencia provisional de Jeanine Áñez. Sin embargo, hay consenso respecto de la solución ideal: asegurar un proceso electoral lo más rápido, transparente y creíble posible. Un objetivo tan deseable como difícil por la enorme desconfianza que impera entre las partes. Aun cuando tanto dentro como en el exterior del país no parezca haber espacio ni apoyo para una solución fuera de la lógica de la competencia electoral. Deberíamos descartar en principio cualquier intento de que pretendan perpetuarse en el poder actores carentes de legitimidad popular. Existen riesgos y dificultades para organizar elecciones libres de forma rápida: todavía se discute si la renuncia de Evo Morales fue adecuadamente aceptada por el Congreso, habrá que designar un nuevo tribunal electoral dadas las irregularidades cometidas por el anterior y debe garantizarse que no haya proscripción alguna, incluido el MAS. Queda mucho por resolver, pero hay acuerdo en cuanto a la solución deseada. Lo contrario ocurre en Chile: hay consenso respecto del origen de la crisis, pero enormes interrogantes alrededor de cuál podría ser la solución. La combinación del agotamiento del ciclo de los bienes primarios con un Estado incapaz de brindar bienes públicos que satisfagan las demandas de su ciudadanía o de garantizar la existencia de mecanismos efectivos de movilidad social ascendente motivó masivas manifestaciones callejeras que sorprendieron al país y al mundo. Para peor, cobraron un inusitado protagonismo pequeños (aunque muy bien organizados) grupos violentos con notable logística y capacidad de daño. Parece existir un horizonte común de las principales fuerzas políticas: la salida debería ser una mejora del diseño institucional. ¿Tendrá éxito su idea de convocar una asamblea constituyente y reformar la Carta Magna? Si la violencia y el descontrol se extienden en el tiempo... ¿Continuarán las Fuerzas Armadas y el establishment local apuntalando al primer mandatario? ¿Qué sucede si la crisis económica se profundiza, considerando la devaluación del peso chileno y la fuga de capitales? Un punto en común entre lo que ocurre en Chile y en Bolivia es que en ambos casos se trata de un juego de fuerzas dinámico que podría rápidamente degenerar en el endurecimiento de posturas, la radicalización de objetivos y la escalada de los respectivos conflictos. Esto contrasta con el caso de Venezuela, donde el régimen de Maduro luce fortalecido, mientras que la oposición perdió credibilidad y momentum. El statu quo está estancado en un equilibrio relativamente estable que implica una imposición por parte del régimen. La fragmentación y la falta de coordinación de las fuerzas y líderes de la oposición entorpecen cualquier hipótesis de restablecer la democracia. Más aún, la dictadura de Maduro sobrevive también gracias al apoyo de potencias como China y Rusia. Las protestas en Chile, que ya llevan un mes, podrían eventualmente morigerarse por la fatiga. En paralelo, avanza de manera lenta pero perseverante la acción de la Justicia, que apunta a desarticular los grupos más violentos al detener a sus cabecillas. Algunos observadores consideran que con el tiempo estas masivas manifestaciones podrían reconvertirse en acciones más puntuales, al estilo de los "chalecos amarillos" franceses. Esto supone que mejoraría significativamente la capacidad de canalizar y satisfacer demandas materiales y simbólicas por parte de los mecanismos más característicos de las sociedades democráticas (partidos, sindicatos, ONG, movimientos de opinión...). El presidente Piñera pidió ayer un gesto patriótico y generoso en pos de la unidad nacional. Pero sus propuestas hasta ahora no tuvieron buena acogida y corre el riesgo de que su creciente debilidad lo transforme en la principal víctima de una eventual salida consensuada. El desarrollo político contemporáneo de Bolivia se caracterizó por los problemas estructurales de gobernabilidad, que se traducían en constantes episodios de inestabilidad y crisis políticas. Desde este punto de vista, estos acontecimientos, que conmueven a la región y al mundo, exhiben los límites de los cambios impulsados por Morales durante sus casi catorce años en el poder. Al margen de sus logros y de sus intenciones, Bolivia se parece demasiado a la que existía antes de su mandato. El caso chileno propone otras enseñanzas: el modelo y el establishment que lo impulsó parecen víctimas de su éxito relativo. Son las promesas incumplidas del capitalismo y la desafección en relación con los mecanismos de la democracia política las que explican esta masiva y generalizada irritación de un enorme segmento de la sociedad chilena respecto de su realidad y de los estrechos horizontes de potencial mejora. Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/columnistas/anatomia-de-dos-conflictos-que-mantienen-en-vilo-a-la-region-nid2306563